Fiesta: 4 de octubre
¿Quién es San Francisco de Asís?
Francesco Bernardone nació en el año 1182 en Asís, Italia. Después de una juventud disipada en diversiones, se convirtió y renunciando a los bienes paternos, se entregó de lleno a Dios. Abrazó la pobreza y vivió una vida evangélica, predicando a todos el amor de Dios. Fue fundador de la orden de Hermanos Menores, los Franciscanos, para la cual escribió una regla y su primera seguidora mujer, Santa Clara, fundó la orden de las Damas Pobres inspirada por él, que luego fue nombrada Clarisas en honor a ella. Recibió los estigmas del Jesús, como siglos después ocurrió al Padre Pio. Tuvo una especial relación con La Creación, los animales en particular, en los que veía la Mano de Dios actuando en su inocencia.
Jesús le habló desde una Cruz colgada en una iglesia derruida, y le dijo: reconstruye mi Iglesia. Francisco no comprendió primero el significado de este pedido, pero con los siglos todos hemos comprendido la magnitud de la obra que Dios puso en sus manos.
San Francisco es un tesoro que Dios nos ha regalado. Conocer su vida es alimento para nuestra alma. Entender como él imitó a Jesús de un modo más completo que casi ningún otro hombre, nos da una idea clara del potencial de santidad que cada uno de nosotros posee. La Santidad está allí, esperándonos, como esperó pacientemente a Francisco.
Su vida antes de Dios
En el año 1182 en la ciudad de Asís, situada en el valle Espoleto, nació el joven Francisco, hijo de un rico mercader de telas llamado Bernardone y su madre, doña Pica. Francisco fue educado como un niño malcriado que hacía lo que quería, y por su trato simpático lograba la admiración de todos. Era muy rico, pero no acumulaba dinero sino que lo derrochaba, y de este modo se ganó que muchos lo siguieran en su camino. Vivió así hasta sus 25 años, cuando el Señorse le presentó para hacer de él algo mejor.
La enfermedad y el sueño
En 1202 fue encarcelado a causa de su participación en un conflicto entre las ciudades de Asís y Perugia. Tras este tiempo, en la soledad del cautiverio, cayó en una larga y angustiosa enfermedad que hizo que sintiera insatisfacción por la vida que llevaba y es entonces que comenzó realmente su maduración espiritual.
Cuando su salud empezó a mejorar, haciendo a un lado el llamado de Dios a una conversión, se decidió nuevamente a marchar como guerrero a Pulla para aumentar sus riquezas y honores. Pero Dios, que conocía su ambición, le dio un sueño en el que le parecía tener la casa llena de armas militares: sillas, escudos y lanzas. Mal interpretando el sueño, creyó que debía seguir con su propósito y que aquella visión significaba su prosperidad. Sin embargo, por primera vez, Dios lo estaba llamando a combatir en el Nombre del Señor para liberar a Su Iglesia de los enemigos.
Un tiempo más tardó Francisco en comprender el llamado de Dios, pero ello ocurrió cuando su alma estaba preparada. Los tiempos de Dios son insondables, pero inexorables también.
Conversión
Cambiado ya como un hombre nuevo, pero solo en su corazón y no externamente, decidió renunciar a marchar a Pulla y se retiró del barullo del mundo para estar en oración con Jesús. Todos los días se dirigía a una gruta que había en la ciudad para orar a Dios y lo hacía acompañado de su mejor amigo León, quien lo esperaba afuera y aseguraba que uno era el que entraba y parecía otro el que salía.
Francisco le contaba acerca del tesoro escondido, afirmaba convencido que no quería marchar a Pulla y prometía llevar a cabo grandes proyectos en su propia patria. Los que lo escuchaban hablar le preguntaban: “¿Pretendes casarte Francisco?” y él respondía: “Me desposaré con una mujer, la más bella, noble y llena de sabiduría que hayan visto jamás”. En efecto, se refería a la verdadera fe católica que abrazó y el tesoro escondido es el Reino de los Cielos que esforzadamente buscó.
Encuentro con un leproso
Cierto día, mientras cabalgaba por la llanura que se extiende junto a la ciudad de Asís, se encontró con un leproso. Su vista le provocó un intenso estremecimiento de horror, pero recordando que para seguir a Cristo debía vencerse a si mismo, se bajó del caballo y corrió a besar al leproso. Extendió éste la mano como esperando recibir algo, y recibió de Francisco no sólo la limosna de dinero, sino también un beso. Montó de nuevo y dirigiendo la mirada hacia atrás no vio ni rastro del leproso, comprendiendo lleno de admiración y gozo que en verdad había sido el mismo Jesús, y se puso a cantar alabanzas a Dios con el propósito de escalar siempre cumbres más altas de santidad.
La cruz de San Damián
Un día en el que Francisco salió al campo a meditar, pasó junto a la Iglesia en ruinas de San Damián y entró en ella a hacer oración. Mientras oraba postrado ante la imagen del Crucificado, de pronto se sintió inundado de una gran consolación espiritual. Fijó sus ojos, llenos de lágrimas, en la cruz del Señor y oyó con sus oídos una voz procedente de la misma cruz que le dijo tres veces: “Francisco, reconstruye mi Iglesia. Vete y repara mi casa que, como ves, está a punto de arruinarse toda ella”. Estremecido al oír esa voz tan maravillosa, se dispuso a obedecer poniendo todo su esfuerzo en reparar materialmente la iglesia, aunque más tarde Francisco comprendería que la voz se refería a la reparación de la Iglesia universal, porque la santidad de un solo hombre iluminado por Dios tiene ese potencial. Y así lo hizo Francisco, es por eso que tú y yo hablamos y meditamos sobre su vida en este momento. Francisco reconstruyó la Iglesia impulsando un regreso a los valores Evangélicos que Jesús nos legó en Los Evangelios. Pobreza, sencillez, piedad, devoción, ayuda al necesitado. Son todos legados de Francisco.
Vendidas todas las cosas, despreció el dinero recibido
Un día, Francisco montó a caballo cargado de telas de alto costo a una ciudad llamada Foligno y allí vendió todo. Luego, como no pudo tolerar llevar consigo ni una hora más el dinero, se decidió a deshacerse de él y regresando a Asís, se dirigió a la antigua iglesia en ruinas dedicada a San Damián. Allí, viendo a un sacerdote pobre, besó con gran fe sus manos sagradas y le entregó el dinero que llevaba para que la use en la reparación y le pidió que le diese alojamiento. El sacerdote lo aceptó en compañía, pero no al dinero ofrecido por temor a su padre y Francisco resolvió arrojarlo a una ventana sin preocuparse de él.
Su padre lo persiguió y encerró, pero su madre lo liberó
Siendo que Francisco no regresó a la casa, su padre lo rastreó y al conocer el sitio donde estaba y las condiciones de vida que su hijo llevaba, muy dolido, convocó a sus amigos y vecinos con quienes acudió allí rápidamente. Francisco, al escuchar las voces amenazadoras de sus perseguidores, se escondió en una cueva en la que permaneció cerca de un mes, y orando, bañado en lágrimas, le rogó a Dios que lo libere de sus enemigos. Pasado este tiempo y con su corazón inflamado por el amor de Dios, abandonó la cueva exponiéndose a los insultos de sus enemigos. Muy alegre y con fe se encaminó hacia la ciudad, pero en cuanto lo vieron sus conocidos, al comparar cómo estaba en el presente con lo que había sido, comenzaron a insultarlo saludándolo como a loco y demente, y le arrojaron piedras del camino, mientras el siervo de Dios daba gracias al Señor por todo ello. La humillación, como alguien dice, da nuevas fuerzas al corazón dispuesto.
El rumor y las burlas se extendieron y llegaron a oídos de su padre, quien, al oír el nombre de su hijo, se levantó en seguida, pero no para librarlo, sino para encarcelarlo en su propia casa donde lo tuvo varios días encerrado, castigado con azotes y cadenas. Pero el joven, alegre en la tribulación, se animó más en su decisión de seguir a Jesús.
La madre de Francisco, que desaprobaba el modo de actuar de su marido, luego de hablar con dulces palabras a su hijo y ver que no iba a cambiar de opinión, lo liberó y dejó ir mientras el padre estaba ausente de la casa. Él, dando gracias a Dios, regresó al lugar donde había permanecido anteriormente, con el corazón libre y más alegre por los combates que fortalecían su espíritu.
Despojo de sus vestidos ante el obispo de Asís
Al regresar su padre y ver que su madre lo había liberado, con gran alboroto, corrió al lugar donde se hallaba Francisco para echarlo de la ciudad. Apenas éste se enteró que su padre lo estaba buscando, decidido y alegre se presentó ante él y con voz de hombre libre le manifestó que ni cadenas ni azotes lo asustaban en lo más mínimo y que estaba dispuesto a sufrir con gozo, por el nombre de Cristo, toda clase de males. Después, su padre lo llevó ante el obispo de la ciudad para que renuncie a todos los bienes y le entregara todo lo que poseía. Francisco no se opuso a nada e inmediatamente se quitó todos sus vestidos devolviéndoselos al padre, quedando desnudo frente a todos los presentes. Mientras tanto, el obispo, admirado del fervor de su fe, se levantó inmediatamente y tomándolo entre sus brazos, lo cubrió con su propio manto. Comprendió claramente que se trataba de un designio Divino y, animándolo lo abrazó con caridad.
Se esforzó así Francisco en despreciar su vida, abandonando todo cuidado de sí mismo, optando por la pobreza que era acompañada de la paz.
Su hábito
Dejando la ciudad, se retiró en soledad para escuchar solo y en silencio la voz del Cielo. De allí marchó a Gubbio, donde un antiguo amigo suyo lo recibió en su casa y le regaló una pobre túnica como de ermitaño que sujetó con una correa. Luego se trasladó de Gubbio a los leprosos y convivió con ellos prestándoles servicio. Les lavaba los pies, vendaba sus heridas, extraía el pus de las úlceras y las limpiaba, y hasta besaba con admirable devoción las llagas ulcerosas. Por esta entrega en Fe Francisco consiguió del Señor el extraordinario poder de curar las enfermedades corporales y espirituales.
Repara tres Iglesias
Francisco recordó la orden que le dio el Señor desde la Cruz de San Damian de reparar la Iglesia, y regresó a Asís y mendigando limosna logró la reparación de la Iglesia, en la que tiempo después habitó la orden de señoras pobres de la cual Clara fue fundadora. En ellas se destacó la virtud de la caridad, la humildad, la virginidad y castidad, la pobreza, penitencia y silencio.
Para no caer en la pereza después de aquel trabajo, reparó otra iglesia dedicada a San Pedro y luego la Porciúncula, dedicada a Santa María de los Ángeles. Al darse cuenta que allí eran frecuentes las visitas angélicas, se quedó en este lugar, tanto por su devoción a los ángeles como, sobre todo, por su especial amor a la Madre de Jesús. Este fue el lugar donde, por inspiración Divina, Francisco fundó la Orden de Hermanos Menores, Los Franciscanos.
Fundación de la Orden y aprobación de la Regla
Cierto día, estando Francisco en misa, escuchó el evangelio en el que Jesús mandó a Sus discípulos a predicar marcándoles la vida que debían llevar: sin poseer oro o plata, sin dinero, sin alforja para el camino, ni dos túnicas ni calzado y tampoco bastón para el camino. Tan pronto escuchó esas palabras, enamorado de la pobreza evangélica exclamó: “Esto es lo que quiero, esto es lo que de todo corazón ansío”. Así fue como empezó a aplicar en su vida la perfección evangélica y a predicar en el pueblo la paz y la salvación de Dios. Con su vida y doctrina sencilla, muchos hombres, impresionados por su ejemplo, se animaron a seguirlo. El primero de sus discípulos fue el hermano Bernardo, quien se le acercó a consultarle cómo abandonar del todo el mundo y Francisco respondiéndole “Es a Dios a quien debemos pedir consejo”, abrió el evangelio tres veces pidiéndole a Dios que confirme el Santo propósito de Bernardo. En la primera apertura leyeron: “Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres”(Mt 19,21), en la segunda: “No tomes nada para el camino” (Lc9,3) y finalmente: “El que quiera venir conmigo que cargue su cruz y me siga”(Mt 16,24), y de esta forma, hizo cuanto le indicó el Señor para unirse a la vida de Francisco.
Luego fueron llegando muchos hermanos más y escribió con palabras simples una pequeña forma de vida, en la que puso como fundamento principal la observancia del Evangelio y se presentó, junto con el grupo de hermanos que lo seguían, ante el Papa Inocencio III para obtener su aprobación. Éste, admirado de la simplicidad del alma del siervo de Dios, le relató una visión que hacía poco había tenido asegurando que debía cumplirse en Francisco. Le relató haber visto cómo estaba a punto de derrumbarse la Basílica lateranense y que un hombre pobrecito, de pequeña estatura y aspecto despreciable, la sostenía con sus hombros evitando que cayese. Y exclamó: “Este es el hombre que con sus obras y su doctrina sostendrá a la Iglesia de Cristo”. Lleno de devoción accedió a la aprobación de la Regla de los Hermanos Menores y les dio a todos la libertad de predicar la penitencia y la Palabra de Dios.
Llenos de alegría regresaron y comenzaron a vivir la Regla, predicando el Reino de Dios y manteniendo la santa pobreza alimentándose de las limosnas recibidas, y Francisco les enseñó a alabar y a honrar a los sacerdotes siendo obedientes a la santa Iglesia romana. Y como nada poseían sobre la tierra, nada amaban y nada temían perder en el mundo, se sentían seguros en todas partes, sin que ninguna preocupación ni inquietud los preocupase.
Austeridad de vida y consuelo que le daban las criaturas
Con el objeto de llevar en su cuerpo la cruz, apenas satisfacía las necesidades corporales. Cuando estaba bien de salud, rara vez consumía alimentos cocidos y si los comía, los mezclaba con cenizas o les echaba agua. Bebía agua cuando tenía mucha sed y dormía sentado apoyando la cabeza sobre una piedra o madero. A causa de sus constantes lágrimas, que él decía que lo ayudaban a limpiar la vista interior para ver a Dios, contrajo una grave enfermedad en los ojos y ante la insistencia de sus hermanos y de los médicos accedió a operarse. Cuando el cirujano acudió y puso al fuego el instrumento de hierro para realizar el cauterio, Francisco con miedo y horror comenzó a hablar con el fuego como si fuera amigo suyo: “Mi querido hermano fuego, el Altísimo te creó poderoso, bello y útil. ¡Muéstrate bueno conmigo en esta hora! Pido al Altísimo que te creó, alivie en mi tu calor, para que, quemándome suavemente, te pueda soportar”. Terminada esta oración, hizo la señal de la cruz sobre el instrumento de hierro y se mantuvo valiente, asegurando luego que no había sentido dolor ni el calor del fuego. El médico, fascinado por el milagro se retiró diciendo: “Les aseguro hermanos, que hoy he visto maravillas”.
El santo admiraba a todas las criaturas y las llamaba hermano o hermana porque sabía que todas tenían con él un mismo principio, ser creación de Dios. Se llenaba de gozo al contemplar el sol, la luna, las estrellas y el firmamento. Sentía especial ternura por los corderos dado que recordaba a Jesús como cordero de Dios que se entregó por nosotros. Así fue como cierta vez, pasando de camino por un gran rebaño de ovejas, las saludó afectuosamente y éstas lo siguieron brincando en torno al santo. Como le regalaron una ovejita, él la llevó a la Porciúncula y cuando entraba ella en la Iglesia, doblaba sus rodillas y emitía un balido ante el altar de la Virgen como si tratara de saludarla. Frente a la elevación del Santísimo Sacramento, doblaba sus rodillas encorvándose como signo de respeto ante Jesús Eucaristía. También las aves celebraban su llegada. Él les predicaba invitándolas a alabar a Dios por las plumas que les dio como vestimenta, sus alas para volar y porque les proveía de alimento sin ellas tener que preocuparse de ello, y cantaban con él alabanzas a Dios.
Las Llagas
Luego de servir al prójimo, Francisco se retiraba a orar para recobrar fuerzas en Dios, y fue dos años antes de su muerte cuando se dirigió al monte Alvernia y dio comienzo a la cuaresma de ayuno que solía dedicar al arcángel San Miguel. Comenzaba el día de la Asunción de la Virgen. Estando allí en oración contemplativa, comenzó a sentirse lleno de una dulzura celestial y recibió la inspiración de que abriendo los santos Evangelios, Cristo iba a mostrarle cuál era Su Voluntad en su persona y en todas sus cosas. Después de una fervorosa oración, hizo que su compañero abriera el Evangelio tres veces en Nombre de la Santa Trinidad y en esa triple apertura apareció siempre la Pasión del Señor. Así fue como comprendió, lleno de Dios, cómo había imitado a Cristo en todas las acciones de su vida y que así también debía configurarse a Él en los dolores y aflicciones de Su Pasión antes de pasar de este mundo. Más allá de las austeridades de su vida, que habían debilitado mucho su salud, no se vio intimidado, sino que impulsado de amor y compasión quiso ser crucificado. Una mañana, cercana al día de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, mientras oraba en el monte, vio bajar de lo más alto del cielo un serafín que tenía seis alas resplandecientes. En vuelo rapidísimo avanzó hacia el lugar donde se encontraba Francisco, deteniéndose en el aire. Apareció entonces entre las alas la figura de un Hombre Crucificado, cuyas Manos y Pies estaban extendidos a modo de Cruz y clavados a ella. Dos alas se alzaban sobre la Cabeza, dos se extendían para volar y las otras dos restantes cubrían todo su cuerpo.
Ante tal aparición, el santo quedó lleno de miedo y experimentó en su corazón un gozo mezclado de dolor. Al desaparecer la visión, comenzaron a aparecer en sus manos y pies las señales de los clavos, tal como lo había visto poco antes en la imagen del Crucificado. También el costado derecho, como si hubiera sido traspasado por una lanza, escondía una roja cicatriz de la cual manaba frecuentemente sangre empapando la túnica.
Terminado el plazo de cuarenta días que se había propuesto pasar en soledad y próxima ya la solemnidad del arcángel Miguel, bajó del monte con las llagas impresas en su carne y con el propósito de ocultarlas, pero como es propio de Dios revelar para Su Gloria las grandes maravillas que realiza, obró por ellas algunos milagros. Haciendo uso del agua con que Francisco lavaba sus manos y pies llagados, rociaban animales que padecían pestes y se curaban, y la gente enferma se ponía en pie inmediatamente como si no hubiesen sufrido mal alguno. Muchos fueron los testigos de estas santas llagas que devolvieron salud del cuerpo y la fe a los incrédulos.
Su muerte y canonización
Como ya no podía caminar a pie a causa de los clavos que sobresalían de sus pies, hacía llevar su cuerpo medio muerto a través de ciudades y aldeas para animar a todos a llevar la Cruz de Cristo. Comenzó a padecer tantas y tan largas enfermedades que ya no había parte de su cuerpo sin dolor, y a pesar de su sufrimiento, llamaba a todas sus dolencias hermanas y daba gracias a Dios por ellas.
El santo tuvo conocimiento de su muerte días antes que sucediese y se los anticipó a sus hermanos. Pidió ser trasladado a la Porciúncula para morir allí y les dijo: “Por mi parte he cumplido mi misión, que Cristo les enseñe lo que ustedes deben hacer”.
Cercano el momento de su tránsito, hizo llamar a todos los hermanos que se encontraban allí y les habló sobre la paciencia, la pobreza y la fidelidad a la Iglesia romana insistiéndoles en seguir como forma de vida el Evangelio. Sentados a su alrededor todos los hermanos, extendió sobre ellos las manos y los bendijo a todos. Luego pidió que le leyeran el evangelio de San Juan que comienza así: “Antes de la fiesta de Pascua” (Jn 13,1) y luego entonó el salmo 141. Cumplidos en Francisco todos los misterios, fue liberada su alma de su carne y el santo se durmió en el Señor.
Uno de los hermanos vio como aquella dichosa alma subía al Cielo en forma de una estrella muy luminosa. En su cuerpo resplandecían los clavos de su misma carne y de aspecto negro, parecido al hierro, que si se los presionaba, por una parte, sobresalían por la otra, como si fueran nervios duros y de una sola pieza. La herida del costado era rojiza y parecía una rosa, su cuerpo pálido brillaba con una blancura extraordinaria.
Tan pronto se expandió la noticia de la estigmatización, comenzaron a acudir personas de distintos lugares para venerar al santo, y una vez que amaneció, la muchedumbre trasladó el cuerpo a la ciudad de Asís entre cantos y alabanzas. Al pasar por la Iglesia de San Damián donde vivía Clara, le presentaron el cuerpo para que lo viera y luego lo depositaron en la Iglesia de San Jorge, donde comenzó sus estudios y luego su predicación. Todo esto aconteció un 3 de octubre del año 1226.
Muy pronto se multiplicaron los milagros por todas partes del mundo y llegando a oídos del Papa Gregorio IX con sobrados testimonios de su santidad, se trasladó a Asís para canonizarlo el domingo 16 de julio de 1228. El 25 de mayo de 1230 fue trasladado su cuerpo, con la asistencia de los hermanos, a la basílica en Asís construida en su honor.
ANÉCDOTAS:
Anécdota sobre la verdadera Alegría:
Un cierto día el bienaventurado Francisco, estando en Santa María, llamó al hermano León y le dijo:
– Hermano León, escribe.
Este le respondió:
– Ya estoy listo.
– Escribe – le dijo- cuál es la verdadera alegría:
Llega un mensajero y dice que han venido a la Orden todos los maestros de Paris. Escribe: <En esto no está la verdadera alegría>.
También que han venido todos los prelados ultramontanos, arzobispos y obispos, y también el rey de Francia y el rey de Inglaterra. Escribe: <En esto no está la verdadera alegría>.
Y dice también que mis hermanos han ido entre los infieles y los han convertido a todos a la fe. Y que, además, yo he recibido de Dios tanta Gracia, que sano enfermos y hago muchos milagros. Te digo que en todas estas cosas no está la verdadera alegría.
Pero, ¿cuál es la verdadera alegría?
Vuelvo de Perusa y, en medio de una noche cerrada, llego aquí. Es tiempo de invierno, está todo embarrado y hace tanto frío, que en los bordes de la túnica se forman bloques de agua fría congelada que golpean continuamente las piernas, y brota sangre de sus heridas. Y todo embarrado y helado llego a la puerta; y, después de golpear y llamar un buen rato, acude el hermano y pregunta:
– ¿Quién es?
Yo respondo:
– El hermano Francisco.
Y él dice:
– Largo de aquí. No es hora decente para andar de camino; no entrarás.
Y, al insistir yo de nuevo, responde:
– Largo de aquí. Tú eres un simple y un inculto. Ya no vienes con nosotros. Nosotros somos tantos y tales, que no te necesitamos.
Y yo vuelvo a la puerta y digo:
– Por amor de Dios, acogedme por esta noche.
Y él responde:
– No lo haré. Vete a otro lado a pedir hospedaje.
Te digo que, si he tenido paciencia y no me he turbado, en esto está la verdadera alegría, y la verdadera virtud y salvación del alma.
Un hermano tentado
Cierto día, un hermano atormentado por tentaciones pesadas, se dijo para sí: “Si pudiera tener, al menos, un pedacito de las uñas de San Francisco, estoy seguro de que se desvanecería toda esta tempestad de tentaciones y, con el favor del Señor, volvería la calma”.
Con el debido permiso, se va al lugar, expone el asunto a un compañero de Francisco y éste le responde:
“No creo que me sea posible conseguírtelas, pues, aunque se las cortamos de vez en cuando, manda que las arrojemos, prohibiéndonos su conservación”.
De pronto llaman a este hermano y le ordenan que se presente al santo que lo busca.
“Hijo – le dice -, hazte con unas tijeras para cortarme las uñas”.
Se las presenta el hermano, que previamente las había tomado con esa intención y, recogiendo los recortes, se los entrega al hermano que los había solicitado. Éste los recibe con devoción, con mayor devoción aún los conserva, y se ve luego libre de todo asalto.
Cómo por su oración sacó agua de la roca y la dió de beber a un campesino
Una vez, el bienaventurado Francisco quiso ir a cierta ermita para darse allí más libremente a la contemplación. Sintiéndose bastante débil, obtuvo de un hombre pobre un asno para el viaje. Montaña arriba en días de verano, el campesino, fatigado por el camino escabroso y largo que hacía siguiendo al varón de Dios, desfalleció de sed antes de llegar al lugar. Comenzó a gritar tras el santo y pidió que se compadeciera, asegurando que moriría de sed si no tenía el alivio de alguna bebida. Francisco, compasivo siempre con los abatidos, saltó en seguida del asno e hincado de rodillas, alzando las manos al cielo, no cesó de orar hasta saberse escuchado.
“Ven pronto – dijo después al campesino -, y encontrarás allí agua viva, que Cristo en su misericordia ha hecho brotar ahora de la piedra para que bebas tú”.
¡Es maravilloso cómo Dios escucha las súplicas de sus siervos! Gracias a la oración del santo, el campesino bebió del agua que había brotado milagrosamente de la piedra y con ella apagó su sed. Y aguas que no las hubo allí antes, tampoco han sido descubiertas después.
La cítara que oyó tocar a un ángel
Durante su permanencia en Rieti para la cura de los ojos, llamó un día a uno de los compañeros, que en el mundo había sido citarista, y le dijo:
“Hermano, los hijos de este siglo no entienden los misterios divinos. Hasta los instrumentos musicales, destinados en otros tiempos a las alabanzas a Dios, los ha convertido ahora la sensualidad de los hombres en placer de los oídos. Quisiera pues, hermano, que trajeras en secreto de prestado una cítara y compusieras una bella canción, a cuyo son aliviaras un poco al hermano cuerpo, que está lleno de dolores”.
Le respondió el hermano: “Padre, me avergüenzo mucho por temor de que la gente vaya a sospechar que he sido tentado por esta minucia”.
“Dejémoslo entonces, hermano – replicó el santo -, que es conveniente renunciar a muchas cosas para que no se resienta el buen nombre”.
La noche siguiente, en vigilia el santo varón y meditando acerca de Dios, de pronto suena una cítara de armonía maravillosa. No se veía a nadie, pero el oído percibía por la localización del sonido que el que tocaba y cantaba se movía de un lado a otro, logrando arrebatar, con esa dulcísima canción, el espíritu de Francisco a Dios.
Al levantarse al amanecer, el santo llamó a dicho hermano y, tras haberle contado en detalle lo sucedido, añadió:
“El Señor, que consuela a los afligidos, no me ha dejado nunca sin consuelo. Mira: ya que no he podido oír la cítara tocada por los hombres, he oído otra más agradable”.
Una mujer a la que le predijo la conversión de su marido
Por aquellos días, Francisco marchaba a Celle di Cortona y una mujer noble del castillo Volousiano corrió a su encuentro y fatigada por la larga caminata, ella que ya de por sí era débil y delicada, llegó por fin al encuentro con el santo.
Francisco, al notar el cansancio y la respiración entrecortada de la mujer, compadecido le dijo:
Y el santo: “¿Eres casada o no?”
”Padre – respondió ella -, tengo un marido cruel, y sufro con él, porque me estorba en el servicio de Jesucristo. Este es mi dolor más grande: el de no poder llevar a la práctica, por impedírmelo el marido, la buena voluntad que Dios me ha inspirado. Por eso te pido a ti que eres santo, que ruegues por él, para que la misericordia divina le humille el corazón.”
Admira el santo la fortaleza de la mujer, la madurez del alma de la joven y, movido por la piedad, le dice:
“Vete, hija bendita, y sábete que tu marido te dará muy pronto un consuelo. Dile, de parte de Dios y de la mía – añadió -, que ahora es el tiempo de salvación, y después el de la justicia”.
Con la bendición del santo, la mujer volvió, encontró al marido y le comunicó el mensaje. De repente, el Espíritu Santo descendió sobre él y, cambiandolo de hombre viejo en nuevo, lo hizo hablar con toda mansedumbre en estos términos:
“Señora, sirvamos al Señor y salvemos nuestras almas en nuestra casa”.
Replicó la mujer: “Me parece que hay que poner la continencia por cimiento seguro del alma, y luego edificar sobre ella las demás virtudes”.
“Eso es – dijo él -, como a tí, también a mi me place”.
Y llevando desde entonces y por muchos años, vida de célibes, murieron santamente en el mismo día, como holocausto de la mañana el uno y sacrificio de la tarde el otro.
¡Dichosa mujer que ablandó así a su señor para la vida! Se cumple en ella aquello del Apóstol: Se salva el marido infiel por la mujer fiel (1Cor 7,14).
ORACIONES ESCRITAS POR SAN FRANCISCO:
¡Señor, haz de mí un instrumento de tu paz!
Que allí donde haya odio, ponga yo amor;
donde haya ofensa, ponga yo perdón;
donde haya discordia, ponga yo unión;
donde haya error, ponga yo verdad;
donde haya duda, ponga yo fe;
donde haya desesperación, ponga yo esperanza;
donde haya tinieblas, ponga yo luz;
donde haya tristeza, ponga yo alegría.
¡Oh, Maestro!, que no busque yo tanto
ser consolado como consolar;
ser comprendido, como comprender;
ser amado, como amar.
Porque dando es como se recibe;
olvidando, como se encuentra;
perdonando, como se es perdonado;
muriendo, como se resucita a la vida eterna.
CÁNTICO DE LAS CRIATURAS
Altísimo, omnipotente, buen Señor,
tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.
A ti solo, Altísimo, corresponden,
y ningún hombre es digno de hacer de ti mención.
Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas,
especialmente el señor hermano sol,
el cual es día, y por el cual nos alumbras.
Y él es bello y radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación.
Loado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las has formado luminosas y preciosas y bellas.
Loado seas, mi Señor, por el hermano viento,
y por el aire y el nublado y el sereno y todo tiempo,
por el cual a tus criaturas das sustento.
Loado seas, mi Señor, por la hermana agua,
la cual es muy útil y humilde y preciosa y casta.
Loado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual alumbras la noche,
y él es bello y alegre, robusto y fuerte.
Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la madre tierra,
la cual nos sustenta y gobierna,
y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba.
Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor,
y soportan enfermedad y tribulación.
Bienaventurados aquellos que las soporten en paz,
porque por ti, Altísimo, coronados serán.
Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.
¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!:
bienaventurados aquellos a quienes encuentre en tu santísima voluntad,
porque la muerte segunda no les hará mal.
Load y bendecid a mi Señor, y dadle gracias y servidle con gran humildad.