Benito nació en el año 480, bendito por Gracia y por nombre, destinado a llevar una vida venerable. Su familia vivía en Nursia, y de allí fue enviado a estudiar a Roma ciencias liberales, pero allí fue notando y viendo que los que empezaban este estudio terminaban perdiéndose en los vicios del mundo. Temiendo caer en ese abismo decidió abandonar los estudios de letras, y así dejó la casa y los bienes de su padre, deseando agradar sólo a Dios y acatar una vida santa. Fue así cómo se retiró del mundo.
Cuando dejó los estudios de letras se retiró al desierto llegando a un pueblo llamado Enfide. Su nodriza lo siguió con fidelidad porque lo amaba afectuosamente y allí se establecieron junto a la Iglesia de San Pedro con la ayuda de muchas familias que los asistían con el sustento de cada día.
Benito era un joven piadoso y compasivo que causaba admiración en el pueblo, y también la fama de santidad que proclamaba su nodriza.
Pero él, deseando más sufrir los desprecios del mundo que recibir sus alabanzas, y fatigarse con trabajos por Dios más que verse ensalzado con los favores de esta vida, huyó ocultamente de su nodriza y buscó el retiro en un lugar solitario llamado Subiaco, distante de la ciudad de Roma a unas cuarenta millas.
Mientras iba huyendo hacia este lugar, un monje llamado Román lo encontró en el camino y le preguntó hacia donde iba. Cuando supo de su propósito le brindó su confianza y lo animó a llevarlo a cabo, dándole el hábito de la vida monástica y ayudándole en todo lo que pudo.
Al llegar al lugar deseado, el hombre de Dios se retiró a una cueva estrechísima donde permaneció tres años, ignorado por todos los hombres a excepción del monje Román, quien lo proveía de comida para su sustento.
Pasado un tiempo El Señor dispuso que ya no sea este monje quien le provea el sustento, y fue entonces que se acercaron a la cueva y lo conocieron un grupo de pastores y un sacerdote que Dios había enviado. Ellos comenzaron a frecuentarlo llevándole alimentos para el sustento de su cuerpo y a cambio recibían de su boca las palabras y enseñanzas de vida que les alimentaba el corazón. Fue así como se fue difundiendo su nombre y muchos comenzaron a acercarse a él.
Como el hombre santo iba creciendo en virtudes y milagros en esa soledad, muchos se reunieron en aquel lugar para servir al Señor omnipotente. Fue así que con la mediación y ayuda de Jesucristo construyó allí doce monasterios, a los cuales asignó doce monjes en cada uno, con sus respectivos abades. Benito retuvo consigo a algunos pocos para realizar en ellos una formación más cercana. En aquel tiempo comenzaron a llegar hombres piadosos y nobles de la ciudad de Roma, ofreciéndole a sus hijos para que sean educados en el respeto y amor de Dios. Así, toda la región ardía en el amor del Omnipotente Señor Jesucristo y muchos abandonaron la vida del mundo.
Benito y el cuervo
Con la extensión de su fama de santidad y virtudes cristianas, y como a veces sucede, no faltaron los malvados que comenzaron a surgir por envidia. Un presbítero de la iglesia vecina llamado Florencio, incitado por la malicia del antiguo enemigo, comenzó a sentir grandes celos y envidia del hombre santo, difamándolo y apartando a cuantos podía de su trato.
Al ver que sus progresos continuaban y cada vez crecía más su fama y eran más los que seguían sus pasos en la vida monástica, sumergido aún más en la envidia y maldad, empeoró cada día más. Así, cegado por las tinieblas de estos sentimientos, llegó a enviarle al servidor de Dios un pan envenenado como si fuese un pan bendito. El hombre santo lo recibió con acción de gracias, pero no le fue ocultado el mal escondido en el pan.
Cada día a la hora de la comida solía acercarse un cuervo del bosque vecino que iba a visitar a Benito, para recibir pan de su mano. Cuando el cuervo llegó como siempre, el hombre bendito le echó el pan que el presbítero le había enviado y le ordenó: “En el Nombre de nuestro Señor Jesucristo, lleva este pan y arrójalo en un lugar donde nadie pueda encontrarlo”. El cuervo abriendo el pico y extendiendo las alas comenzó a dar vueltas alrededor del pan como si quisiera obedecer, pero sin poder hacerlo. Pero Benito seguía ordenándole una y otra vez: “Llévalo, llévalo tranquilo, y arrójalo donde nadie pueda encontrarlo”. Tras un largo revoloteo finalmente el cuervo lo tomó con su pico y remontó vuelo hasta desaparecer. Pasadas tres horas, volvió habiendo cumplido lo ordenado, y recibió de manos de Benito la recompensa de la ración de su pan acostumbrada cada día.
El venerable Padre, al ver que este hombre se enardecía contra su vida y se arrastraba a tan mala vida, decidió abandonar el monasterio y cambiar su residencia, tomando a algunos de los suyos para que lo acompañaran a otra casa. En cuanto abandonaron el lugar, avanzadas ya unas diez millas, Dios Todopoderoso hirió al malvado presbítero. Estando éste regocijándose en su terraza viendo cómo se marchaba Benito, ésta se derrumbó y así murió aplastado.
Un discípulo corrió para anunciarle al Padre la noticia de la muerte del enemigo, contento por lo sucedido, pero fue reprendido por su mala actitud al alegrarse de tal desgracia, y con lágrimas y dolor por lo sucedido, le impuso una penitencia en reparación. Este hombre de Dios fue un justo.
Montecassino
Si bien fue librado de este enemigo, Benito se encontraría con muchas batallas más cara a cara con el maligno enemigo. Casino se encuentra a 140 km de Roma, junto a una colina rocosa donde se encontraba entonces un lugar pagano dedicado a rendir culto al dios Apolo.
Así se instaló Benito en el lugar donde habitaban en ese entonces un grupo de campesinos ignorantes que eran quienes le rendían culto a Apolo con ritos paganos y sacrílegos. En los alrededores habían crecido bosques destinados al culto de los demonios donde se inmolaban las víctimas sacrílegas.
Al llegar al lugar, el hombre de Dios destrozó el ídolo, derribó el altar, taló los bosques, y construyó allí mismo un oratorio en honor de San Martín, y un oratorio dedicado a San Juan Bautista. Con su predicación continua llamaba a la fe a todos los que vivían en los alrededores.
Sin embargo, el antiguo enemigo no soportaba lo sucedido. Así, comenzó a mostrarse al Padre en visiones, y con fuertes gritos se quejaba de la violencia que le producía el obrar de Benito. Los hermanos que acompañaban al santo fueron testigos de esto, pudiendo escucharlo, pero no verlo. El enemigo gritaba ¡Benito, Benito! ¡maldito y no Bendito! ¿qué quieres de mí, porque me persigues? Lo que quería en realidad era hacer guerra a Dios, pero sólo daba a Benito más posibilidades de obtener victorias para gloria de Dios.
Puestos ya los cimientos monásticos, la obra iba creciendo junto a la vida virtuosa de Benito. Fue allí en Montecassino donde escribió su regla: el lema principal puesto por el santo fundador era “Ora et labora” (reza y trabaja), el cual es el lema con el que aún vive la familia Benedictina.
La Profecía de Montecassino
Frecuentaba el monasterio un hombre noble -converso por la prédica y vida del Padre Benito- que se llamaba Teoprobo. Era muy cercano al santo, y tenía su confianza y familiaridad. Un día fue a visitarlo y lo encontró en su celda llorando, pero no con lágrimas de dulces éxtasis cómo había visto otras veces, sino con un llanto de congoja. Entonces le preguntó qué le sucedía, a lo que el Padre le respondió revelando una profecía: “Todo este monasterio que he construido y todo lo que he preparado para los hermanos, va a ser entregado a los bárbaros por disposición de Dios omnipotente. Apenas he podido conseguir que se conservaran las vidas de los monjes de este lugar”.
Esta profecía sabemos en nuestros días que ha sido cumplida ya que su monasterio ha sido destruido por los Longobardos en el año 564. Luego, en 1944, la batalla de Montecassino fue llevada adelante por la Alemania Nazi durante la segunda guerra mundial, siendo una de las batallas más prolongadas y cruentas de la guerra, donde el edificio fue bombardeado y destruido por completo.
La abadía fue reconstruida después de la guerra, financiada por el Estado italiano. El papa San Pablo VI volvió a consagrarla en 1964.
La Regla
San Benito escribió La Regla de los Monjes en Montecassino, y fue el paso decisivo en la presentación del monasterio como una “escuela del servicio al Señor”, donde Cristo es la única roca firme sobre la que el hombre puede edificar cualquier proyecto, tanto interior como exterior. Con esa imagen inició el prólogo, donde Cristo pasa a ser verdaderamente la “piedra angular” que sostiene toda la edificación del monasterio y la clave de comprensión de su escrito. Dirá entonces:
“Es Cristo quien ha llamado al cristiano a entrar en el monasterio. Es por amor de Cristo que el monje vive en él y persevera hasta la muerte. Es a Cristo a quien se entrega entera y totalmente. Es Cristo quien lo conduce, unido a sus hermanos, todos juntos, a la vida eterna.
La existencia del monje no se explica sino por esa relación personal con Cristo. No hay nada más preciado que Él. No prefiere nada absolutamente a su amor. Vive en comunión con Él a lo largo de sus días. Lo encuentra en el Oficio divino, en su oración privada, en sus lecturas. Lo encuentra en su abad que tiene el lugar de Cristo en medio de la comunidad, en la que es el padre. Lo sirve en sus hermanos enfermos. Lo recibe en los huéspedes, que no dejan de venir al monasterio. Cristo es encontrado en los diversos sucesos de su existencia. Cristo está, en todas partes, presente en su vida, tanto privada como comunitaria. Es el alma de la vida del monje”. (Regla de San Benito XXXII-XXXIII).
En esta Regla se encuentran todas las acciones de su magisterio, porque el santo varón de algún modo no pudo enseñar otra cosa que lo que él mismo vivió. La misma es modelo para todo cristiano que busca encontrar a Dios y vivir en Él. En ella se indica cómo se debe vivir y aún hoy rige en la vida de los monjes en general, alrededor del mundo.
San Benito nos aconsejó: “No antepongan nada al amor de Cristo”.
Su hermana melliza Santa Escolástica
Benito tuvo una hermana melliza llamada Escolástica que fue consagrada desde su infancia a Dios. Ella fundó la rama femenina de monasterios de monjas benedictinas, siendo que el primer convento donde ella vivía estaba a los pies de Montecassino.
Aunque eran hermanos y se amaban mucho, Benito no iba a visitar a Escolástica sino una vez al año, pues él era muy renuente a hacer visitas, como modo de mortificación. El día que lo hacía pasaban los dos hablando de temas santos y espirituales.
Un día como de costumbre, su venerable hermano bajó a verla junto con algunos discípulos. Pasaron todo el día en alabanzas a Dios y santas conversaciones. Al caer la oscuridad de la noche tomaron juntos un refrigerio. Cuando aún estaban sentados a la mesa y el tiempo seguía transcurriendo en santas conversaciones, su hermana religiosa le rogó que se quedara diciendo: “Te suplico que no me abandones durante esta noche, para que podamos conversar hasta mañana de las alegrías de la vida celestial”. Pero él le contestó: “¿Qué estás diciendo, hermana? De ninguna manera puedo permanecer fuera del monasterio”.
Era una noche muy serena con un cielo limpio y despejado. La santa religiosa al escuchar la negativa de su hermano, juntó sus manos entrelazando los dedos sobre la mesa apoyando su cabeza y suplicó al Señor orando en silencio. Cuando la levantó estallaron truenos y relámpagos y fue tal la inundación producida por la lluvia, que su hermano venerable y sus discípulos no pudieron ni siquiera cruzar el umbral de la casa. En efecto, al elevar la santa su súplica con lágrimas, éstas transformaron en lluvia la serenidad del cielo. Fue evidente el milagro que le concedió El Señor ya que todo transcurrió en forma simultánea.
Viendo entonces el hombre de Dios que era imposible regresar al monasterio en medio de tanta tormenta, afligido comenzó a quejarse diciendo: “Que Dios omnipotente te perdone, hermana. ¿Qué es lo que hiciste?”. Ella le contestó: “Mira, te rogué a ti y no quisiste escucharme; rogué a mi Señor y Él me escuchó. Sal ahora si puedes y, dejándome, regresa al monasterio”. Pero él no pudo salir de la casa, y tuvo que permanecer allí contra su voluntad. Así fue como pasaron toda la noche en santos coloquios sobre la vida espiritual.
Al día siguiente Benito regresó al monasterio. Tres días después estando él asomado a la ventana de su celda y elevada su mirada hacia lo alto, vio el alma de su hermana que, después de haber abandonado su cuerpo, penetraba en forma de paloma en las profundidades del Cielo. Colmado de gozo y alegría por gloria tan grande, dio gracias a Dios con himnos y alabanzas. Luego anunció a los hermanos su muerte. Esto ocurrió alrededor del año 543.
Al instante los envió a que trajeran el cuerpo al monasterio y lo depositaran en el sepulcro que había preparado para sí. Sucedió entonces que ni siquiera el sepulcro pudo separar los cuerpos de aquellos cuyo espíritu siempre había sido uno en Dios.
La profecía de su propia muerte
En el mismo año en que iba a salir de esta vida, anunció el día de su santísima muerte a algunos discípulos que vivían con él, a quienes les ordenó que no dijesen nada. También se lo informó a algunos que estaban lejos indicándoles la señal que les sería dada al momento en que su alma saliera del cuerpo.
Seis días antes de su muerte ordenó que abrieran su sepulcro. Pronto comenzó a padecer una fiebre que lo dejó postrado. La enfermedad empeoraba día a día, y al sexto se hizo llevar por los discípulos al oratorio. Allí se fortaleció y se preparó para la partida con la recepción del Cuerpo y la Sangre del Señor. Apoyando su débil cuerpo sobre sus discípulos, permaneció de pie con las manos levantadas al cielo, y pronunciando las palabras de la oración exhaló el último suspiro. Era el 21 de marzo del año 547.
El mismo día su muerte le fue revelada a dos de sus discípulos que se hallaban lejos, mediante la misma e idéntica visión: vieron un camino ricamente tapizado e iluminado con el fulgor de innumerables lámparas que se extendía en dirección hacia el oriente, desde su celda directamente hasta el Cielo. Desde lo alto un hombre les preguntó de quién era el camino que estaban mirando. Ellos confesaron que no lo sabían. Entonces él les dijo: “Este es el camino por el cual el amado del Señor, Benito, subió al Cielo”. Así, del mismo modo que los discípulos que estuvieron presentes vieron la muerte del hombre santo, los ausentes se enteraron por la señal que les había sido anunciada.
Fue sepultado en el oratorio de San Juan Bautista que él mismo había edificado después de destruir el altar de Apolo. Un 11 de julio se trasladaron sus restos al monasterio de Montecassino -como él lo había pedido- donde descansa junto a su hermana melliza Santa Escolástica. La Iglesia eligió esta fecha para su festividad dado que el 21 de marzo coincide con el tiempo de cuaresma que es penitencial. Fue canonizado por el papa Honorio III en el año 1220.
En 1980 el Papa San Juan Pablo II nombró a San Benito como patrono de toda Europa, en el XV Centenario de su nacimiento, porque ha sido el santo que más influencia ha tenido en ese continente por medio de la comunidad religiosa que fundó, y por medio de sus maravillosos escritos y sabias enseñanzas.
La Cruz de San Benito
Una de las devociones más difundidas, y no solo por la influencia de los monasterios benedictinos, es la cruz de San Benito. La más frecuente es la que tiene forma de medalla.
La medalla presenta, por un lado, la imagen del Santo Patriarca, y por el otro, una cruz y en ella y a su alrededor las iniciales de una oración o exorcismo en latín que dice:
Crux Sancti Patris Benedicti
Cruz del Santo Padre Benito
Crux Sacra Sit Mihi Lux
Mi luz sea la cruz santa,
Non Draco Sit Mihi Dux
No sea el demonio mi guía
Vade Retro Satana
¡Apártate, Satanás!
Numquam Suade Mihi Vana
No sugieras cosas vanas,
Sunt Mala Quae Libas
Pues maldad es lo que brindas
Ipse Venena Bibas
Bebe tú mismo el veneno.
Esta plegaria es una invocación a la Santa Cruz con el deseo suplicante de tenerla como guía y apoyo, y la expresión del rechazo a Satanás, a quien se manda que se aparte con las palabras de Jesús cuando fue tentado por él: Mt 4,10, manifestando que no va a escuchar sus sugerencias, pues es malo lo que ofrece. Es una auténtica confesión de fe y amor a Cristo, y una renuncia al diablo. Es un eco de la consagración bautismal donde profesamos nuestra fe y renunciamos al demonio.
Por esto, el cristiano que lleva la medalla no lo debe hacer con una preocupación supersticiosa por apartar los malos espíritus, sino consciente de que es por la presencia del Señor Jesucristo y por una vida conforme a la gracia, como habrá de mantener alejado al diablo y a sus tentaciones. El fruto de esta devota práctica, la protección de Dios, se alcanza con una vida que sea respuesta coherente al Evangelio. Dónde está la Gracia Divina, no se puede aproximar el demonio. Pero sabemos que el seguimiento de Cristo lleva un camino de combate contra las asechanzas y tentaciones diabólicas que no le faltaran al fiel, pues el maligno enemigo quiere impedir que lleguemos a Dios. Es entonces cuando la oración, la señal de la Cruz, la invocación del Nombre de Jesucristo Nuestro Señor, la invocación a la Virgen Santísima y de todos los santos y el uso de los sacramentales, se transforman en necesarios.
El origen de la Cruz de San Benito no se puede atribuir con certeza al mismo santo, pero su sentido es absolutamente coherente con su doctrina y la espiritualidad que el padre inspiró en la vida monástica. En su regla escribió: “Escucha, hijo, los preceptos del Maestro, e inclina el oído de tu corazón; recibe con gusto el consejo de un padre piadoso, y cúmplelo verdaderamente. Así volverás por el trabajo de la obediencia, a Aquel de quien te habías alejado por la desidia de la desobediencia”.
El “trabajo de la obediencia” es la respuesta solícita del que ama a Dios y hace su voluntad; es el fruto de la caridad, del amor generoso y desinteresado. Jesús y la Virgen María son los Obedientes. La desobediencia es el resultado del pecado, de la tentación en el Paraíso, donde el demonio sugirió a Adán y Eva que hicieran su propia voluntad, satisfaciendo sus propios deseos y aspiraciones de poder, y así fueron expulsados del Paraíso.
Ese pecado de nuestros primeros padres dejó sus consecuencias en todos sus descendientes, y aunque el sacrificio de Cristo nos reconcilió con el Padre de los Cielos, somos siempre deudores suyos y nacemos con la mancha original. Es sólo el sacramento del bautismo el que nos limpia del pecado original, nos hace hijos de Dios y nos da la vida de la Gracia. La vocación del cristiano nace en el bautismo, y de esta manera tiene la fuerza para resistir al diablo, si es fiel y consecuente con los dones recibidos, y por eso necesita responder a esa vocación y a los dones de Dios con amor fiel y con sus obras, sin lo cual podría ser presa de las malas tentaciones. El demonio ha sido derrotado, pero tiende todavía sus asechanzas y encuentra muchas veces en nosotros un oído que se deja seducir. Por eso San Benito nos exhorta a no atender a esa voz que nos sugiere cosas malas, y escuchar más bien la que nos viene de Dios, en el Evangelio y toda la escritura, en la Iglesia, en la oración, y a través de quienes fueron experimentados en las vías del Espíritu Santo.
Es ante todo de esta manera como debemos considerar la protección contra el demonio, que Dios nos concede por la intercesión de Sus santos. Satanás será menos fuerte contra los que viven en comunión con Dios y se esfuerzan por obrar el bien.
Santo Padre Benito ¡ruega por nosotros!
Santa Escolástica ¡ruega por nosotros!
Bibliografía:
“Vida de San Benito” autor: San Gregorio Magno.
“Cruz de San Benito” autor: Monseñor Martín de Elizalde OSB Sitio web oficial de la Abadía de Montecassino: https://abbaziamontecassino.it/