Fiesta: 19 de marzo
Mi amigo, José.
Hoy les voy a contar una tierna historia de amor verdadero entre una preciosa Amiga nuestra, y un hermoso amigo mío, José. Es una historia dulce como la miel.
Vamos a mirar por una ventanita del tiempo para ver a José, que es alto, de cabello corto, oscuro y ondulado, de ojos color caramelo, mirada franca y hermosa. Tiene una mirada que, aunque a veces está cansada o triste, igualmente transmite algo especial porque es como que abraza y protege, y sonríe más allá de sus penas. Es una mirada que parece cubrir de amor a otros corazones. Pues así es la mirada de mi amigo, José.
Sus manos son grandes, son manos de trabajo. Su voz es calma y pausada, cuidada para usar las palabras justas, para apoyar y considerar a los demás, aunque no deja sin embargo de mostrar lo recto, lo sabio y la fuerza de un corazón lleno de Dios. Sí, así es José, porque Él es un hombre de oración, un hombre que ama a Dios por sobre todas las cosas, y vive Su Palabra.
José tiene alrededor de 30 años. Es un joven de corazón de caballero, como todos aquellos que llevan al Señor. Hacía algún tiempo un sacerdote le había aconsejado que buscara una esposa. En el país en que vivía mi amigo, en determinada Fiesta se invitaba al Templo a los jóvenes para que le pidieran al Señor que señalara cuál sería su esposa.
En el Templo vivían las jóvenes que habían quedado huérfanas y no tenían familia, y entre ellas había una en especial. Ella era preciosísima, no solo por sus grandes ojos celestes que tan solo con mirarlos te llevaban al Cielo, o por sus castaños cabellos con tintes dorados que parecían resplandecer, sino porque esta Dulce Doncella era distinta. Era como una Rosa traída por los Ángeles a la tierra, y así se veía en su Corazón que era toda del Señor. Sus papás fueron dos Santazos. Ana y Joaquín la habían traído al mundo por Gracia de Dios cuando ya eran viejitos, y por eso sabiendo que pronto morirían, a los tres años la dejaron a cuidado del Templo en Jerusalén. Lo hicieron llenos de tristeza, pero agradeciendo la gran bendición que era la Pequeña María. Y allí, en el Templo, había crecido la bella Rosa de Dios. Ella, con un Corazón purísimo, era la delicia de todos los que la conocían.
Fue en ese tiempo en el que María fue ofrecida por esposa, cuando muchos jóvenes querían contraer matrimonio con Ella, pero según la tradición debía El Señor elegir entre ellos. Fue así como -en un momento de esta Ceremonia en el Templo de Jerusalén- cada uno de los pretendientes debía ofrecer una ramita seca al Señor con su nombre. Así, El que todo lo ve, de alguna forma elegiría al esposo. Luego de la oración el Sumo Sacerdote hizo traer por un Levita todas aquellas ramas que habían sido dejadas en ofrecimiento, y aunque la nieve teñía con grandes manchones los alrededores que parecían negarse a dejar ir al viejo hermano invierno, de aquel manojo de ramas secas una había florecido, por milagro de Dios.
Todos los expectantes caballeros se acercaron a la mesa donde se encontraba aquel montón de ramas, y el Sumo Pontífice -sabiendo que el elegido sería el esposo de la Virgen María- exclamó: Qué bendecido y santo debe ser este esposo, que El mismo Dios a esta hermosa Virgen, María, hoy le entrega.
Luego, con mucho cuidado para que no se dañen las pequeñas flores blancas que misteriosamente habían brotado de aquella seca rama, leyó el nombre: José.
Todos miraron a nuestro amigo, que se puso todo colorado, y luego -bendiciéndolo- el sacerdote llamó a la Preciosa Virgen María, quien con mucha timidez se acercó a él.
Como todos se retiraron para que ellos conversaran, José -con una modesta mirada llena de alegría- hacia su bella Doncella se acercó y, tratando de hablar con Ella, se le ocurrió recordar que en Nazareth donde él vivía, había conocido a los queridos Ana y Joaquín. Y como él era mayor que María, aún recordaba la felicidad de sus papás y de todos sus amigos cuando Ella nació. Esto llenó de paz y serenidad a la Virgencita, y le dio más confianza con aquel que ahora era su prometido.
José le dijo que él podía -después de trabajar en su Taller, ya que era carpintero- arreglar la casa, el huerto y el jardín que habían sido de sus papás, de tal modo que todo estuviera bien dispuesto para cuando Ella llegara a aquella tierra que sería nuevamente su hogar.
José, con suma delicadeza, le obsequió una rama de almendro en flor que había traído para Ella de ese jardín ahora abandonado. La trajo consigo aun cuando no pensaba que El Señor le daría el regalo de cuidarla como su esposa. María, feliz, la tomó entre sus dulces manos, que en un gesto de amor José besó.
Viendo María el hermoso corazón de su prometido -que como Ella estaba consagrado a Dios- le pidió de ofrecer juntos a Nuestro Buen Padre sus vidas, y mantener la pureza no solo en su noviazgo, sino que siempre -aun cuando estuvieran casados- para que así llegase pronto El Mesías al mundo. José, mirando profundamente a María y tomando sus delicadas manos entre las suyas, respondió: “María, le pediremos a Él que envíe lo más pronto posible a la tierra al Salvador y nos permita ver Su Luz resplandecer en el mundo. Ven, María, vamos delante de Su Casa y juremos amarnos como los ángeles lo hacen entre sí. Después yo iré a Nazaret a prepararte todo, a arreglar tu hogar”.
Y así lo hicieron: con la dulzura de los ángeles se consagraron en su pureza al Rey del Cielo. Pero esta historia recién empieza…
Nuestro amigo José era hijo de Jacob -un betlehemita de la familia de David, esto es de la Ciudad de Belén- y era un carpintero que se había mudado a Nazaret de Galilea, en el Norte de Palestina. En aquella casa que él fue a preparar para su preciosa esposa María, vendría el Arcángel Gabriel a preguntarle a la Virgencita si Ella quería ser la Madre de Dios, ¡Del Mesías!
Y allí fue donde El Espíritu Santo descendió ante el sí de María, y donde Jesús se encarnó por Obra y Gracia del Mismo Espíritu Santo.
En aquellos benditos días un Ángel se le presentó en sueños al buen José para que él pudiera comprender esta Gracia, y confiara en la Preciosa María, amándose como ángeles como lo habían prometido a Dios durante toda su vida.
San José fue así. El joven que Papá Dios eligió para ser el papá adoptivo del Niño Dios fue quien cuidó a María y a Jesús por toda su vida, y lo hizo en el silencio y la oración, vestido de humildad y pureza, pero apasionado en su amor hacia el Pequeño Niño que Nuestro Padre Dios le dio para custodiar.
Así, junto con María, fueron los primeros adoradores de Jesús.
José ayudaba a María a cambiarle los pañales al Divino Niño, y también a enseñarle a hablar y caminar. Como carpintero que era le hizo Sus juguetes, le enseñó a orar y también a cantar. Junto con María -la mejor mamá- hicieron la Sagrada Familia, la Familia de Dios en la tierra. ¡La Familia de Dios, Su Primera Iglesia!
Mucho se puede decir del valiente, trabajador y Santo José. Las miradas que intercambiaba con María tenían una belleza inaudita porque el amor verdadero los unía. Ellos siempre se comprendían y todo se confiaban, y así su amor resplandecía porque Dios hacía en ellos una Casa Bendita.
Este José al que El Niño Dios llamaba papá, sabía escuchar, mirar y proteger, y lo más importantes es que estaba dispuesto a hacer la Gran Misión que El mismo Dios le dio. Él siempre le fue fiel más allá de comprender o no comprender los designios que delante suyo supo El Señor poner.
Este hijo fiel -nuestro amigo José- tuvo al mismo Dios hecho Hombre entre sus brazos al nacer. Le calmó la sed, cruzó el desierto -siguiendo las advertencias del Ángel- hacia Egipto. Luego volvió a Nazareth donde con ternura y cuidados lo alzaba entre sus brazos, le enseñaba su oficio, reían y jugaban, y también Lo escuchaba en la sabiduría de Sus Palabras, mientras junto a María el pan amasaba, mientras juntos oraban para vivir una vida santa.
Ya joven, Jesús con él siempre conversaba, y nuestro José más y más escuchaba pues a Dios Hombre contemplaba. Él, con su humilde mirada, lo amaba y alababa. Frente a José estaba su Mesías, El Dios de la Vida. Un día -ya anciano y después de haber a su Pequeño Jesús cuidado y defendido de todo lo malo- murió entre Sus Brazos con su María a su lado. Ella tomo nuevamente sus manos, entre el llanto, para besarlas como aquel día cuando -como “los ángeles”- su amor consagraron.
Hoy nuestro buen amigo José camina por El Cielo, muy cerca de Jesús y María como lo hacían en esta tierra, llevando al Tesoro de Dios -como él Le decía- en su Familia.
Miren qué Santo Grande es José que El mismo Padre Celestial le confió a Jesús y a María en esta tierra. Por eso nosotros hoy debemos confiarle toda nuestra vida como Santo Patrono para que la ilumine con su presencia y así haga de nuestro día a día un pequeño Belén o un gran Nazareth, donde habiten por siempre Jesús, María y él.
Les puedo asegurar que con San José pasan cosas imposibles, y recuerden que Jesús lo oía y también lo obedecía, de tal modo que vayamos ya mismo a pedirle que sea también él nuestra guía.
Les cuento un secreto: San José -como era carpintero- le había hecho al Niño Jesús unos caballitos de madera para que juegue, y a Él le encantaban. Saltaba con Sus pequeños caballitos entre las piedras del jardín, y juntando ramas hacía como una gran montaña que sus caballitos subían y bajaban. También José lo guiaba para cuidar las rosas que María tenía bajo su ventana y tanto le gustaban. Siempre las contemplaban y Jesusito le decía: “Ves papá, son como las almas. Tienen que recibir el agua de la Gracia en la medida necesaria”. Y José, contemplándolo, Lo acariciaba en esos cabellos que en su resplandor parecían dorados. Los dejo pensando en este buen y fuerte José que con una dulce sonrisa nos sigue acompañando, y que ante nuestro llamado viene hoy a ayudarnos.